La propiedad

5 marzo, 2015
La propiedad

El artículo 609 del Código Civil estable que la propiedad se adquiere por la ocupación. Igualmente, sigue diciendo que la propiedad y los demás derechos sobre los bienes se adquieren y transmiten por la ley, por donación, por sucesión testada e intestada y por consecuencia de ciertos contratos mediante la tradición. Finalizando su tercer y último párrafo que pueden también adquirirse por medio de la prescripción. Con ello, el Código Civil lo que hace es instaurar en nuestro ordenamiento jurídico privado español la doctrina del título y el modo, que, por otro lado, carece, sin embargo, de valor normativo, restando como mero tributo a la tradición jurídica sobre la clasificación de los modos de adquirir.

La virtualidad de este art. 609 consiste, pues, en consagrar el sistema romano de traslación de la propiedad, al cual se refiere al afirmar que los derechos reales se transmiten “por consecuencia de ciertos contratos mediante la tradición”, fórmula que el art. 1095 reitera en su inciso segundo al establecer que el accipiens no “adquirirá derecho real” sobre la cosa “hasta que le haya sido entregada”[2]. Y, puesto que la donación ya es expresamente citada en dicho art. 609 párrf. 2º, queda claro que los contratos a que el precepto se refiere sólo pueden ser la sociedad (cfr. arts. 1672-1674), la permuta (ambas aptas para transmitir la generalidad de los derechos reales) o el préstamo (cfr. art. 1753), para el derecho real por excelencia, el dominio; y, de manera destacada, la compraventa.

Sin perjuicio de que la autonomía de la voluntad establezca otra cosa, este sistema que exige un acto adicional al consenso para producir la eficaz transmisión de un derecho real y, en particular, el del dominio, implica, pues, que el tradens conserva su derecho sobre la cosa hasta el mismo momento en que la entrega al accipiens; este acto ulterior de entrega puede ser incluso subliminal, pero mientras no se realice el transmitente conserva su titularidad. Y ello significa que dicho titular podrá realizar una segunda transmisión a un tercer adquirente que quedará firme si la cosa o el derecho transmitido se le ha entregado precisamente a él y no al primer adquirente.

En efecto, realizada esa segunda transmisión y entregada el derecho o la cosa al tercer adquirente, este queda lícitamente investido de la titularidad del derecho que se le haya transmitido; el primer adquirente no tiene, pues, la acción reivindicatoria contra él, debiendo conformarse con ejercitar contra el vendedor una acción personal para exigir un cumplimiento in natura o un resarcimiento por el id quod interest, dependiendo de si la cosa es o no fungible.

Tal es, en líneas generales, el mandato del art. 1473, que es evidente consecuencia del sistema traslativo que instauran los arts. 609 y 1095. El tercer adquirente consolida su posición en defecto del adquirente original por la simple razón de que el vendedor conservó su titularidad mientras todavía no había hecho entrega de la cosa o derecho a dicho adquirente original. De modo que, a menos que la segunda transmisión no esté, a su vez, viciada y sea impugnable por el primer adquirente (p. ejem., cuando no rige el art. 34 LH), es el tercer adquirente el que se hace con la cosa o con el derecho real transmitido. Al primer adquirente sólo le queda ejercitar contra el vendedor las citadas acciones personales.
Este sistema de transmisión de los derechos reales se comprende en Derecho romano, donde la transmisión del derecho real por excelencia, el dominio, estaba envuelta en una atmósfera sacramental que, en mayor o menor medida, conservó durante todos los períodos de su evolución. Hoy es, sin embargo, absolutamente insostenible por anacrónico, al menos para las transmisiones onerosas de cosas no fungibles.

Es cierto que en la compraventa, contrato prototípico para operar la transmisión del dominio, no es absolutamente preciso que el vendedor sea dueño de la cosa vendida, razón por la cual el comprador tiene la garantía por evicción cuando, sin haber consumado la usucapión a su favor de la cosa vendida por un non dominus, es vencido por la reivindicación del verdadero dueño. Ahora bien, si el vendedor sí es dominus de la cosa, la compraventa ha de tener potencialidad suficiente para transmitir directamente la propiedad sin ningún acto adicional más, a menos que de la voluntad de las partes se desprenda otra cosa.

Sin perjuicio, pues, de lo que disponga la autonomía privada de las partes, una vez que perfecta la compraventa por consenso, la transmisión de la propiedad al comprador ha de ser automática; lo que, consiguientemente, significa no pueden caber ya hipótesis de doble venta con la extensión que marca la literalidad del art. 1473. Frente a dicha literalidad, el tercer adquirente sólo podrá consolidar su dominio frente al adquirente original si es un tercero legalmente protegido por su buena fe.

En Derecho romano, la transmisión del dominio exige un acto jurídico específico adicional al contrato en el que las partes acuerdan dicha transmisión, sea una compraventa, una donación o cualquier otro apto para este menester. En el período clásico, ese acto jurídico específico puede ser la mancipatio, para las rec mancipi y la in iure cessio y la traditio para todas la demás (Gayo, 1, 116 ss; 2, 2, 18 ss). En el Derecho postclásico, la traditio es ya general y, aun pudiendo no consistir en un estricto acto de apoderamiento físico (así, la traditio simbólica o, en la terminología acuñada en el Derecho común, la longa manu), es, sin embargo, exigible para todas las transmisiones. El emptor, pues, sólo adquiere el dominio, si opera traditio y no en otro caso; ello, suponiendo que el venditor ya es propietario, porque la venta de cosa ajena ya era, como hoy, una hipótesis frecuente en la práctica que no imposibilitaba la compraventa.

Así, asumiendo que “rem alienam distrahere quem posse nulla dubitatio est… (no hay duda que puede enajenarse una cosa ajena…) (D, 18, 1, 28)[3], el vendedor que, por el contrario, sí sea un verus dominus debe “…ipsam rem praestare ‘venditorem’ oportet, id est trajere” (hacer tradición de la cosa vendida)[4], caso en que si “…quidem dominus fuit venditor, facit et emptorem dominum, si non fuit, tantum evictionis nomine venditorem obligat,…” (si el vendedor es dueño de ella, hace también dueño al comprador, y si no lo es, el vendedor se obliga tan sólo respecto a la evicción,…) (19, 1, 11, 2).

Evidentemente, hay supuestos donde la entrega física está excluida, como ocurre en aquellos donde el comprador ya venía detentando previamente la cosa: “Interdum etiam sine traditione nuda voluntas domini sufficit ad rem transferendam, veluti si rem, quam commodavi aut locavi tibi aut apud te deposui, vendidero tibi…” (puede bastar la nuda voluntad para transmitir la propiedad de una cosa sin necesidad de entregarla; p. ejem., si te hubiera vendido una cosa que había dejado en comodato, arrendamiento o depósito) (41, 1, 9, 5). Ahora bien, fuera de estos casos rige la sacrosanta necesidad de la traditio, consagrada en una constitución de Diocleciano y Maximiano: “Traditionibus et usucapionibus dominia rerum, non nudis pactis transferuntur” (la tradición y la usucapión transmiten el dominio, no los nudos pactos) (C, 2, 3, 20).

Acorde con este sistema está la posibilidad de que el vendedor transmita eficazmente la cosa a un segundo comprador; en cambio, no armoniza con la solución que el propio Digesto da para la atribución de los riesgos ni para la percepción de frutos en el tiempo que transcurre desde que se pactó la venta hasta la entrega de la cosa.

La posibilidad de doble venta es explicitada en otra constitución de los emperadores antes citados: “Quotiens duobus in solidum praedium iure distrahitur, manifesti iuris est eum, cui priori traditum est, in detinendo dominio esse potiorem” (C, 3, 32, 15) (si un predio se transmite a dos personas, es manifiesto que la propiedad se transmite a quien primero se le haya entregado).

Así, la segunda venta se impondrá a la primera si el comprador entrega la cosa al segundo comprador en lugar de al primero. En tal caso, presuponiendo que el vendedor era un verus dominus, el segundo comprador se hace dueño a consecuencia de la traditio; y, ante ello, el comprador original ha de conformarse con una acción personal contra el vendedor, sin poder ejercitar la rei vindicatio. Tal es la exacta conclusión a que lleva este sistema de transmisión de la propiedad, cuya culminación sólo es posible por traditio: mientras no opere traditio, el emptor conserve la tenencia de la cosa, sigue siendo dominus y, consiguientemente, está autorizado a trasmitir la propiedad a un tercero, sin perjuicio de la acción personal que contra él tenga el primer venditor.

El sistema de transmisión del dominio no armoniza, en cambio, con la atribución de los riesgos que acontezcan hasta el momento de la traditio, es decir, las pérdidas y deterioros que pueda sufrir en ese período la cosa vendida por causas no imputables al vendedor ni al comprador.

En efecto, si el vendedor conserva el dominio hasta el momento de la entrega, la consecuencia natural debería ser que esos riesgos habría de asumirlos él, no el comprador. Sin embargo, tanto en el Digesto y en las Institutiones esta cuestión se resuelve siempre desligada del sistema de traslación del dominio culminado por traditio; y, así, se postula la solución que ha pasado a los Códigos: periculum est emptoris. Así, aunque no se le haya entregado, el comprador ha de pagar el precio de la cosa pérdida sin culpa del vendedor. De este modo, el vendedor sólo responde cuando se constituye en mora y, lógicamente, cuando la pérdida o deterioro es por su culpa o dolo. Correlativamente, las mejoras favorecen al comprador.

Igualmente chocante es el régimen romano en punto a la percepción de frutos producidos por la cosa vendida en el ínterin habido entre la perfección de la venta y la entrega de dicha cosa: aplicada en todo su rigor la tesis del título y el modo, el vendedor no debería tener obligación de entregar dichos frutos al comprador, puesto que los habría percibido siendo aún dominus de la cosa. Sin embargo, los textos romanos establecen la norma contraria, atribuyendo tales frutos al comprador.

Apartándose de la solución del proyecto de 1851, copiada del francés, la base 20 de la Ley homónima de 1888 impone, sin embargo, el sistema romano, que, como se vio (supra 1.), el CC calca con total inconveniencia[8]. En Derecho romano justinianeo, la necesidad de traditio es, en última instancia, un residuo de la ancestral mancipatio, acto absolutamente solemne sólo apto para ciudadanos romanos y, además, únicamente posible para las rec mancipi.

Persistente durante todo el período clásico, la mancipatio finalmente desaparece, pero no la traditio que, aunque esté idealizada, se mantiene por una inercia reverencial al pasado que continúa en Derecho común, llega incluso hasta Pothier  y sólo es parcialmente interrumpida en el Código francés, que, aunque introduce la transmisión del dominio por mero consenso, comete el error de aceptar, simultáneamente, la posibilidad de la doble venta en términos similares al Derecho romano.

En el caso del codificador español el error es más grueso, porque hace suyas todas las inconveniencias del sistema del título y el modo sin otra justificación que el nudo respeto a la tradición romana.

Todo lo cual no impide que el codificador conserve vestigios del sistema consensual que imponía el proyecto de 1851; así, el inciso primero del art. 1258 (“Los contratos se perfeccionan por el mero consentimiento,…”), que es reproducción del concordante art. 978 del proyecto, y en el cual fundamentaba García Goyena la desaparición de la categoría de los contratos «reales». Más, aún, el Código asume el sistema consensual en sede transmisión de créditos; v. Comentario a los arts. 1526-1527, de mi Comentario crítico del Código Civil español.

De entrada, es absolutamente contradictorio afirmar que sólo cabe transmisión del dominio via traditio si, al mismo tiempo, se atribuyen los riegos a quien todavía no ha adquirido dicho dominio, que es lo que establece el CC [v. Comentario al art. 1096 (§ 2-B), de mi Comentario crítico del Código Civil español].

Si, tomando el caso de la compraventa, el comprador no se hace dueño hasta que no se le entrega la cosa, es torticero afirmar que él asume los riesgos mientras no haya entrega y, por tanto, no sea aún dueño. O es dueño tras la entrega y no responde de los riesgos (caso del BGB) o, siguiendo la solución francesa (y los Códigos italiano y portugués), se le hace asumir los riegos por la simple razón de que ya es dueño desde que se perfecciona la compraventa. Lo que no caben son soluciones intermedias.

Lo mismo cabe decir, también para el caso de la compraventa, de la norma que atribuye al comprador los frutos que la cosa vendida haya producido en el lapso habido desde la perfección de la venta hasta la entrega, tal y como establece el párrf. 2º art. 1468.

Más allá de esta torpeza, en toda la doctrina del título y el modo late una pesada incongruencia. Si, siguiendo el prototípico caso de la compraventa, se admite, como parece indudable, que el comprador lo que quiere es adquirir la propiedad de la cosa que compra, está claro que el contrato que se cierre con esa voluntad ha de ser respetado por el vendedor.

Y, así, en el caso de que la venta no vaya seguida de inmediata entrega, también parece indudable que el vendedor, no obstante poder seguir disfrutando de la cosa vendida en el ínterin si así se pacta (p. ejem., viviendo en ella o siguiendo explotándola), no podrá, sin embargo, hacerlo a título de dueño. Podrá, en efecto, estar autorizado para ejercitar un determinado y transitorio ius fruendi sobre la cosa vendida; e incluso podrá modificarla si lo permite el pacto.

Ahora bien, lo que en todo caso no debería poder hacer jamás es ejercitar la facultad que, en última instancia, distingue al propietario: el ius disponendi. Mientras esté pendiente la entrega, el vendedor podrá disfrutar o incluso alterar la cosa vendida con arreglo a lo pactado; pero lo que nunca podrá hacer es intentar transmitirla por segunda vez a un tercero, sin perjuicio de que este tercero esté, si es el caso, protegido legalmente por cuestión de su buena fe frente al primer adquirente.

Para esquivar este planteamiento, que parece el más lógico, sólo cabe pensar en un sistema de transmisión del dominio impregnado de ineludibles solemnidades formales (por idealizadas que estén), al igual que lo ocurrido en Derecho romano. Pero exigir tal requisito hoy en día es puro anacronismo, como seguramente lo era ya en la época en que se promulgó el CC. Antes que a las formas, hay que atender, ante todo, al fondo y éste es incompatible con los postulados del sistema del ‘título y el modo’ que propone la literalidad de los arts. 609 y 1095. Así, aplicando los recursos interpretativos del propio CC, se obtiene que, al menos en la transmisiones onerosas de cosas no fungibles, dicho sistema de trasmisión del dominio ha de tener una eficacia absolutamente residual: no sólo no es de orden público, y por tanto, disponible por la autonomía privada, sino que ni siquiera debe actuar subsidiariamente cuando las partes no han establecido nada en punto a cuando ha de operar la transmisión del dominio. En las transmisiones onerosas actuará, pues, cuando las partes lo acuerden, nunca en otro caso.

Que el sistema del «título y el modo» no es una cuestión de orden público sólo puede rebatirse rindiendo culto al sistema sacramental romano, lo que hoy es ridículo. A partir de aquí, tal sistema no podrá actuar siquiera subsidiariamente en defecto de la voluntad de las partes; ello, por la sencilla razón de que la omisión de pacto expreso o tácito sobre esta cuestión, antes que ser un signo de que dichas partes desean someterse al «título y el modo», es, sin duda, signo de querer someterse al régimen natural de transmisión de la propiedad.

Así, p. ejem., en la compraventa entre particulares de un inmueble no inscrito que, concluida verbalmente o por escrito, no haga expresa o tácita alusión al momento de transmisión de la propiedad, no cabe interpretar que la voluntad de las partes es que el vendedor conserve la propiedad mientras no haya entrega y que, consiguientemente, está autorizado a operar una segunda venta entretanto. Una interpretación así convierte la compraventa en humo, sin que lo remedie que el comprador frustrado tenga una acción personal contra el vendedor incumplidor. Lo que se pacta es, sin más, la transmisión del dominio y, si el vendedor lo tiene, el comprador ha de quedar investido como nuevo dominus desde el mismo momento en que se cierra el trato. Así se respeta la normalidad de las cosas y se alejan fantasmas del pasado.

Lo que, correlativamente, restringe el art.1473: el dominio adquirido por el ulterior comprador sólo prevalecerá si es un tercero legalmente protegido por su buena fe; es decir, si se haya en el caso del art. 34 LH (v. Comentario al art. 606 (2.A.), de mi Comentario crítico del Código Civil español. Fuera de este supuesto, no hay ya posibilidad de doble venta porque, no obstante la literalidad del art.464 párrf.1º, no hay en el CC norma que, en la transmisión de cosas muebles, ampare al tercer adquirente de buena fe frente al primer comprador (v. Comentario al art. 464, de mi Comentario crítico del Código Civil español).

Tratándose de cosas fungibles, y a menos que haya pacto en contra, sí será, en cambio, necesaria la entrega en los casos en que el acuerdo traslativo no vaya seguido de su separación física: en tanto no haya esta separación no hay objeto cierto que transmitir, de manera que habrá que esperar a la entrega para consumar la traslación del dominio. Tal es lo que sucede, en particular, en el préstamo (cfr. art. 1753).

Pero, se trate del préstamo o de otro contrato apto para la transmisión del dominio, el tradens, mientras no haya o separación física o entrega, podrá efectuar entretanto transmisiones a ulteriores accipiens sobre cosas fungibles del mismo género; y, así, cuantas entregas o separaciones consume a favor dichos adquirentes posteriores quedarán firmes aunque supongan desatender el derecho de adquirentes anteriores, que sólo tendrán acción personal contra el transmitente, no la reivindicatoria contra dichos adquirentes posteriores. Correlativamente, los riesgos y mejoras corresponden, por tanto, al transmitente, que sigue siendo dominus mientras no entregue o separe (cfr. arts. 1452 párrfs. 2º y 3º).

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